jueves, 7 de abril de 2011

Liberar a Sebastián

Un año ya de vida compartida, todo un año en una pecera metido, un año llevaba Sebastián dándose cuenta de todo y olvidándose cada tres segundos. Con su cola como una sábana blanca y naranja y su cara nada singular, comía todas las mañanas una rara y apestosa mezcolanza de residuos de piscifactoría. Alguna vez llegué a darle de comer de mis dedos, y creo que esa fue toda la interacción que tuvimos.
Sebastián llegó a mi vida, o más bien yo me apoderé de la suya por dos euros y pico, para que le hiciera compañía a una tortuga que al poco se ahogó en su propia pecera entre sus propias piedras, y así es como Sebastián quedó solo, en un paraje del tamaño de una caja de zapatos grande con dos caracolas, una piedrecita pequeña y una más grande. Algunos manifestantes en pos del respeto a la vida animal, osea, mis compañeros de piso, llevaban tiempo pidiendo la liberación del recluso, pero el inamovible alcaide no salía de sus trece, hasta que una maravillosa mañana de primavera se levantó con buenos ojos y junto a su compañero se fue a un asqueroso lago cercano, y allí vieron las últimas coletadas de Sebastián justo antes de perderse entre las rocas y la sucia agua.

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